¿Reforma o revolución?

Esta ha sido, y en gran parte sigue siendo, una pregunta fundamental que ha creado fuertes divisiones dentro de la izquierda.

Todas las personas que nos consideramos de izquierdas, deseamos transformar la realidad existente para construir otro mundo (que muchos llamamos socialismo) que sea mucho más justo e igualitario, donde los recursos se gestionen de forma colectiva y democrática… etc. Sin embargo, existen fuertes diferencias en lo referente a qué estrategia seguir a la hora de buscar construir ese nuevo mundo posible. Tradicionalmente se han diferenciado entre los revolucionarios y los reformistas:

1) Los reformistas son aquellos que pensaban (y piensan) que la nueva sociedad puede construirse a base de ir reformando de forma incansable la que tenemos, sin generar una ruptura con la sociedad actual. Plantean que el cambio es posible respetando la institucionalidad y modelo de estado vigente en este momento. Su idea es ir mejorando poco a poco la calidad de vida de las clases populares, hasta llegar a la sociedad socialista.

2) Los revolucionarios son aquellos partidarios de romper con la institucionalidad vigente y construir otra completamente nueva, como elemento necesario para poder transformar verdaderamente la sociedad.

La pregunta que diferencia estos planteamiento es clara. ¿Cómo tomamos el poder? Y más aún, ¿qué hacemos con él cuando lo tengamos? Lenin planteaba la necesidad de destruir el estado capitalista, y construir un estado obrero que funcionase con otras lógicas, otra jerarquía y sobre todo, con otros intereses.

Los actuales estados regidos por estados democrático-burgueses están diseñados en su estructura para mantener el status quo, es decir, para que la situación existente no pueda cambiar demasiado. Prueba de ello es el hecho de que el estado liberal plantee como principio fundamental de la democracia (liberal) la separación de poderes. Bajo la excusa de evitar autoritarismo, crean tres poderes independientes (no todos ellos democráticos, como por ejemplo el judicial) que puedan ejercer de contrapeso ante un fuerte impulso de cambio ejercido desde uno de ellos (por ejemplo, el legislativo). Por otro lado, todo estado liberal basa su funcionamiento en una Constitución, que obliga a tener mayorías parlamentarias casi impensables para poder modificar «las reglas del juego». Prueba de ello es que si Izquierda Unida lograra el 65% de los votos en el estado español, no podría proclamar la República; al menos no legalmente.

Ante esta situación, los y las comunistas planteamos la necesidad de lo que Marx llamaba «la dictadura del proletariado». ¿Qué significa este término que suena tan feo para la gente común? Significa diseñar un sistema político, que permita a la clase trabajadora transformar su sociedad (leyes, normativas, relaciones de poder) creando un verdadero poder popular, mediante la democracia directa, que permita desarrollar con más facilidad las políticas que benefician a las mayorías, sin tener que respetar la institucionalidad anterior. Es lo que en el siglo XXI llamamos «democracia directa» o «democracia participativa»; un estado donde las personas tengamos una capacidad más directa de transformar nuestro entorno más inmediato, es decir, donde las mayorías sociales puedan imponer (por su cualidad de mayoría) sus intereses frente a los de la minoría privilegiada.

Esto ha llevado a algunas personas a pensar que la única forma de cambiar la sociedad es mediante la lucha armada, o que la participación en las instituciones actuales es absolutamente inútil.

Desde una perspectiva comunista, no criticamos la «forma» de los reformistas (llegar al poder ganando unas elecciones), sino el «fondo» de su planteamiento; y creo que la historia nos ha dado la razón. Cuando los partidos reformistas obtuvieron cuotas de poder en las democracias europeas, lograron mediante sus presiones y negociaciones, conquistar al capitalismo las políticas de bienestar más avanzadas de la historia. Lograron avances sociales que hicieron que se llegara a pensar en una especie de capitalismo «socialista», donde las necesidades básicas de la población al completo estuvieran atendidas por los sistemas de protección social. El bienestar que generaron esas reformas hicieron perder el carácter anti-capitalista que caracterizaba al movimiento obrero generando un sindicalismo de gestión y negociación que se diferenciaba mucho del anterior, y eso no hizo sino reforzar el sistema. Sus reformas trajeron bienestar, pero restaron conciencia a las clases populares.

– La acción política comunista en la institución burguesa

¿Existe alguna manera de «hacer la revolución» sin tener que hacer un levantamiento armado del pueblo contra el estado? Los procesos de América Latina nos dan la respuesta: Sí, con las reformas revolucionarias.

Una revolución social es un proceso mediante el cual se produce una fuerte transformación en las relaciones de poder de una sociedad en crisis. Lo que determina el carácter revolucionario o no de un proceso de cambio social, es el hecho de generar una gran modificación en las relaciones de poder, es decir, que los sectores sociales anteriormente oprimidos pasan ahora a tocar poder.

Cuando hablamos de «cambiar las relaciones de poder» no nos referimos a que un partido alcance el gobierno y otro lo deje, o que el mapa político parlamentario cambie de color. Hablamos de una fuerte transformación en las instituciones sociales (como el estado), que permite ejercer el poder de una forma diferente, más accesible a las clases populares. Esta transformación puede ir desde el cambio en la forma de estado (república, monarquía, gobierno militar) hasta la restricción del control de recursos a estructuras de poder anteriormente existentes (como la iglesia y su control sobre la educación).

Pues bien, como decíamos antes, buscamos una forma de cambiar las relaciones de poder sin que eso suponga la necesidad de derrocar mediante una insurrección armada al estado liberal en el que vivimos.  Y eso se hace con las denominadas «reformas revolucionarias», ¿y que són? Como explicábamos antes, los partidos obreros reformistas buscaban aumentar el bienestar de la clase trabajadora a través de dichas reformas, mejorando el acceso a la sanidad, la educación, derechos civiles y laborales… etc. Sin embargo, cuando planteamos las reformas no reformistas, enfocamos el objetivo de dichos cambios legales a transformar las instituciones en sí mismas.

Desde esta perspectiva, la labor de los revolucionarios dentro del estado es la de transformarlo de modo que se garantice un mayor acceso de las clases populares a la toma de decisiones. Mientras un reformista intentaría subir el salario mínimo, un revolucionario intenta crear un nuevo marco legal para que los trabajadores tengan más capacidad de negociación con sus respectivos patronos. Mientras el reformismo adormece a las personas trabajadoras con derechos conquistados desde arriba, los y las comunistas planteamos abrir espacios para la lucha, que brinden a la clase trabajadora la oportunidad de conseguir mejoras mediante su propia lucha. Mientras que los derechos conquistados desde arriba disminuyen la conciencia obrera y merman su combatividad, las reformas que abren espacios para la lucha (con más ventaja para los de abajo) o que han sido logradas gracias a la misma, no sólo permiten acceder a mejores niveles de vida, sino que ayudan a generar una mayor conciencia y combatividad pues estos se logran al calor de la lucha real e inmediata.

Incluso cuando la correlación de fuerzas en la institución no permite el desarrollo de reformas con las características anteriormente descritas, la labor de las y los comunistas en la institución debería priorizar la conexión entre las luchas parlamentarias y las luchas concretas de las clases populares. Toda labor realizada en la institución que no sea comprendida y apoyada por al menos ciertos sectores de las clases populares, es una labor inútil para la tarea de la revolución.

– Unir la necesidad inmediata con la lucha política

Ahora bien, este planteamiento no debe malinterpretarse pensando que lo revolucionario es centrar exclusivamente nuestra actividad parlamentaria en solicitar el proceso constituyente y la tercera república, y que pedir una subvención a los alquileres es algo de traidores a la clase obrera. Más bien significa que toda acción institucional debe tener puesto su objetivo en el empoderamiento y la organización de las clases populares; que la labor parlamentaria debe ser el reflejo del conflicto social, y no su canalizador. Y lo cierto es que los mayores conflictos en torno a los que se organiza la clase trabajadora responden más a necesidades materiales inmediatas que a grandes planteamientos revolucionarios. Esto significa que el primer obstáculo que nos encontramos es la dificultad de hacer de las luchas concretas una lucha general contra el sistema.

No buscamos que las clases populares confíen en «los comunistas» para que hagan una fantástica gestión institucional en favor de sus intereses. Por el contrario, nuestro objetivo es ser un impulso a la organización y un altavoz de la movilización, inculcar la conciencia de que sólo mediante la lucha organizada conseguiremos conquistar nuestros derechos. Porque el objetivo último no debe ser la consecución de una serie de medidas para lograr un capitalismo descafeinado, sino la necesaria concienciación y organización de una clase obrera que debe terminar reclamando la destrucción de la institucionalidad vigente, como paso necesario para la consecución de sus verdaderos objetivos.

La conclusión es por tanto que, frente al dogmatismo que rechaza la participación institucional, y frente al reformismo ingenuo que sólo buscar arrancar pequeñas parcelas de bienestar al sistema, planteamos una estrategia que se basa en la incesante disolución del estado liberal, un planteamiento que busca empoderar a la clase trabajadora sin regalarle nada, animándola a luchar y ofreciéndole el respaldo legal e institucional necesario para la misma.

Abrir espacios de democracia participativa dentro de las instituciones, y construir un verdadero nexo de unión entre las demandas sociales de las capas populares y la lucha parlamentaria, ayuda a generar la más que necesaria conciencia popular para superar el sistema capitalista, entendiendo que debemos ayudar a agudizar el conflicto dotándonos de herramientas de lucha efectiva, y no lograr pequeñas conquistas que nos acomodan más que empoderarnos.

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4 respuestas a ¿Reforma o revolución?

  1. Roy dijo:

    Esa vía en Europa y, particularmente en España, es imposible.

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  3. Uriel Flores dijo:

    Excelente artículo, aunque me gustaría saber específicamente a cuáles procesos de América Latina se refieren aquí, lo pregunto porque soy argentino, y la crítica que más hacen los trotskistas a los partidos que gobernaron últimamente en Argentina que pusieron algunas propuestas anti-neoliberales / anti-imperialistas, se basa en que eran partidos que plantearon reformas comunes

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